Migrar es una decisión que marca un antes y un después en la vida de un individuo. Para algunos, es un acto impulsivo, mientras que para otros es un proceso lleno de largas reflexiones. Sin embargo, todos los migrantes compartimos la experiencia de dejar todo lo conocido atrás.
Los motivos para que alguien decida salir de su país son tan variopintos que podría extenderme escribiendo una página de razones, pero el resultado al porqué siempre es el mismo; una vez que te vas de casa eres inmigrante, extranjero.
Duelo migratorio
Migrar genera una multiplicidad de emociones, muchas veces ambivalentes. Siempre es un poco doloroso dejar nuestra patria, ese lugar que nos vio crecer y que tantas anécdotas uno podría contar, pero en muchos casos se siente la felicidad de la expectativa, del por venir que te ofrece el nuevo país.
Sin embargo, muchos inmigrantes experimentan un sentimiento de pérdida aún más constante y que puede producir efectos físicos en el cuerpo, a este se le llama “duelo migratorio”.
Este duelo no es igual al de perder a un ser querido; el pedazo de tierra del que saliste persiste en el mismo lugar, pero en el migrante hay algo recurrente y persistente: una representación, una idea, un deseo: la patria está ahí y siempre existe la posibilidad de volver en algún momento, aunque en ciertos casos esta última solo sea un anhelo.
Síndrome de Ulises
Dejar nuestro hogar, seres queridos, idioma y cultura es un proceso físico y mental que demanda mucho esfuerzo y energía. Con el tiempo, algunos lo compensan y se adaptan al nuevo lugar, otros lo sufren. En el caso más extremo, este sufrimiento puede manifestarse como el síndrome de Ulises, que se caracteriza por ser un fuerte malestar emocional donde la persona experimenta un cuadro de estrés crónico, destacando una sintomatología depresiva (tristeza, llanto y culpa) o de ansiedad (preocupación, nerviosismo e irritabilidad).
Adaptarse no es un proceso lineal
El proceso de relocalización normal conlleva varias etapas con una variedad de estados emocionales y objetivos en cada una de ellas.
- Luna de miel.
- Choque cultural.
- Nostalgia por el hogar.
- Adaptación , y tal vez, biculturalismo.
Estas etapas no son lineales, se van superponiendo, avanzando o retrocediendo, varían de persona en persona y también las van configurando los eventos que van sucediendo en nuestras vidas. Por ejemplo, visitar nuestro país de origen por vaciones puede disparar el choque cultural inverso.
Personalmente, cada vez que vuelvo a Buenos Aires lo vivo distinto: recuerdo que la primera vez estaba excitado y contento y cuando regresé tenía una tristeza espantosa. Muy distinto fueron las veces siguientes: una vuelta estaba completamente decepcionado, otra enojado, otra muy triste.
Lo mismo sucede al regreso a Finlandia: uno se aferra a lo conocido y de pronto el cambio y la transición lo golpea como si fuera un cross a la mandíbula.
La buena noticia es que somos seres excepcionales con una capacidad de adaptación extraordinaria. Algunos serán más o menos flexibles, apegados o resilientes, pero todos somos capaces de adaptarnos a cualquier ambiente.
Adaptarnos no significa olvidar lo que dejamos atrás, sino aprender a integrar lo nuevo a nuestra forma de ser: es una transformación. Al final, ser migrantes nos enseña que el hogar no es solo un lugar físico, sino un estado mental que construimos en nuestra experiencia diaria.
El grado máximo de adaptación sería el biculturalismo, lo cual implicaría el desarrollo y convivencia de dos identidades culturales en una misma persona, en las que ambas culturas coexisten de forma integrada y equilibrada, sin que una predomine sobre la otra.
Sobre el autor
Matías Tuxen es oriundo de Argentina. Cuenta con un Master en Psicología de la Educación por la Universidad Complutense de Madrid. Trabaja como coach de «relocación» en Helsinki.