Por: Elkin Calvo* / Analista político internacional
Desde Helsinki observamos con preocupación el rumbo político de El Salvador. Nayib Bukele, presidente millennial, influencer global y autoproclamado «dictador cool», ha logrado lo que antes parecía impensable: allanar el camino hacia su reelección indefinida con el respaldo de una Asamblea Legislativa sometida a su voluntad. Aunque su figura ha ganado simpatías en algunos sectores por su política de «mano dura» contra las pandillas, lo que está en juego es mucho más serio que su popularidad: se trata del futuro de la democracia en El Salvador y, más ampliamente, del rumbo autoritario que amenaza a varias naciones latinoamericanas.
La reelección presidencial inmediata era hasta hace poco inconstitucional en El Salvador. La Carta Magna prohibía de forma clara y tajante la reelección consecutiva, precisamente para evitar la concentración de poder en una sola persona, como lo advertía la experiencia histórica de dictaduras y gobiernos autocráticos en la región. Sin embargo, en 2021 la Sala de lo Constitucional —nombrada por el oficialismo tras una controvertida destitución de los magistrados anteriores— reinterpretó la Constitución para permitir que Bukele se postule de nuevo. Ahora, el Congreso salvadoreño, dominado por su partido Nuevas Ideas, ha abierto la puerta a una reelección sin límites.
Este tipo de maniobras institucionales disfrazadas de legalidad no son nuevas en América Latina. Daniel Ortega en Nicaragua y Nicolás Maduro en Venezuela usaron estrategias similares para eternizarse en el poder: debilitaron la independencia judicial, cooptaron al poder legislativo, persiguieron a la oposición y utilizaron el aparato del Estado para consolidar regímenes autoritarios. El guion se repite con nuevos actores, pero con el mismo desenlace: la erosión de los frágiles equilibrios democráticos.
Bukele ha sabido revestir su proyecto con un discurso moderno, envuelto en redes sociales, memes y una narrativa anti-sistema que lo ha hecho atractivo, especialmente entre jóvenes que han crecido con desconfianza hacia la política tradicional. Pero bajo esa fachada de frescura y eficiencia se esconde un patrón inquietante: la sustitución de la democracia deliberativa por un modelo plebiscitario y personalista, en el que la voluntad del líder se impone sin contrapesos.
Los logros en seguridad pública —como la notable reducción de homicidios tras el régimen de excepción que ha permitido detenciones masivas sin garantías judiciales— no deben ser excusa para debilitar el Estado de Derecho. La historia latinoamericana nos recuerda que los gobiernos autoritarios muchas veces llegan con aplausos, pero se van entre lágrimas, si es que se van.
Como analista político internacional, hago un llamado urgente a la comunidad internacional, a las organizaciones defensoras de los derechos humanos y, sobre todo, a los propios ciudadanos salvadoreños y latinoamericanos: no se puede normalizar la reelección indefinida, no se puede justificar la concentración de poder, ni se debe sacrificar la democracia en nombre de la eficiencia o la seguridad. La democracia no es un obstáculo, es la garantía de que ningún poder, por más popular que sea, puede estar por encima de la ley ni de la voluntad colectiva de un pueblo informado y libre.
Hoy es El Salvador. Ayer fue Nicaragua. Antes, Venezuela. Mañana podría ser cualquier otra nación. Defender la democracia no es un gesto romántico: es una necesidad urgente ante la tentación constante del poder absoluto.
Finlandia Hoy seguirá dando voz y análisis crítico a los procesos que afectan la salud democrática en nuestra región hermana de América Latina. Porque el silencio, frente al autoritarismo, también es complicidad.
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